En Sanctum Forest creemos que cada proceso de duelo es un viaje único, tan profundo y sagrado como la naturaleza misma. A lo largo de la historia, distintos autores han buscado darle nombre a las emociones que surgen ante la pérdida, y uno de los aportes más significativos ha sido el modelo de las cinco etapas del duelo de Elisabeth Kübler-Ross.
Nuestro querido reverendo Carlomagno nos comparte una mirada amorosa y renovada sobre este modelo, al que llama “Cinco estaciones del alma”. Una forma de comprender que el duelo no es una condena, sino un tránsito que nos transforma y nos ayuda a reconciliarnos con la ausencia.
A continuación, te invitamos a adentrarte en esta reflexión que honra la vida, la memoria y el poder sanador del amor:
Cuando Elisabeth Kübler-Ross presentó su modelo de las cinco etapas del duelo, no lo pensó como una fórmula rígida, sino como una manera de poner palabras a lo que tantas personas experimentan en medio de una pérdida. Desde entonces, millones han encontrado en este esquema una brújula para comprender el torbellino de emociones que despierta la ausencia.
La tanatología tomó este modelo no como un manual de pasos que deben cumplirse uno a uno, sino como una mirada compasiva a los procesos humanos. Porque cada duelo es distinto, pero todos comparten la necesidad de reconocer lo que sentimos, darle un lugar y permitir que, con el tiempo, se transforme.
La primera estación es la negación. Es ese momento en que la mente se protege diciendo: esto no puede estar pasando. No es un engaño, es un mecanismo de defensa. La negación nos da un respiro cuando la realidad parece insoportable.
Después llega la ira. Nos enojamos con el destino, con la vida, con nosotros mismos, incluso con quien partió. Es la rabia de la impotencia, el reclamo de un corazón que no entiende por qué las cosas no fueron diferentes. La ira, aunque incómoda, es también una forma de gritar: me duele demasiado.
La tercera estación es la negociación. Surge en frases como: si tan solo hubiera hecho esto…, ojalá pudiera retroceder el tiempo. Es el intento del corazón de encontrar una salida, de negociar con lo imposible. Aunque ilusoria, esta etapa revela el amor profundo que nos unía a quien ya no está.
Luego aparece la depresión, que no es una enfermedad en este contexto, sino el peso natural de la tristeza. Es cuando el silencio se vuelve denso, las lágrimas brotan sin aviso y la vida parece perder colores. Es una fase dolorosa, pero también necesaria: el alma necesita detenerse para procesar la magnitud de lo perdido.
Finalmente, llega la aceptación. Y aquí no hablamos de resignación, sino de reconciliación. Es el momento en que aprendemos a vivir con la ausencia, a integrarla en nuestra historia y a descubrir que aún podemos seguir adelante. La aceptación no borra el dolor, pero lo suaviza con gratitud y con la certeza de que el amor vivido sigue presente de otra manera.
Kübler-Ross enseñó que estas etapas no son lineales ni obligatorias. Podemos ir y venir entre ellas, sentir varias al mismo tiempo o quedarnos en una más que en otra. Lo importante no es “cumplir” con las fases, sino reconocer que cada emoción tiene sentido y que todas forman parte del camino hacia la sanación.
La tanatología, al abrazar este modelo, nos recuerda que el duelo es un viaje, no una condena. Que cada estación, por más dura que sea, nos conduce hacia una vida más consciente, más compasiva y más real. Porque el duelo no se supera: se atraviesa. Y en ese tránsito, el dolor se transforma en una sabiduría que nos acompaña para siempre.
Rev. Carlomangno Osorio Uran
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